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Medizinische Flüchtlingshilfe Bochum e.V.

Gerechtigkeit heilt –
Der internationale Kampf gegen Straflosigkeit

Internationaler Kongress vom 14. bis 16. Oktober 2005

Beatriz Brinkmann
Centro de Salud Mental y Derechos Humanos (CINTRAS), Chile

El derecho a la verdad

En Chile, con el golpe militar del general  Augusto Pinochet, el 11 de septiembre de 1973, se instituyó una política de represión y exterminio – sustentada en la ideología de “seguridad nacional” – que tuvo como finalidad la destrucción de las organizaciones políticas democráticas y la paralización de la sociedad a través del terror y el miedo generalizado, para posibilitar la imposición del modelo económico neoliberal que concertó a las elites militares y civiles representativas de las grandes empresas.
Los sectores de la sociedad no directamente afectados por la represión se fueron enterando sólo paulatinamente de los crímenes que se cometían o, lo que es peor, no quisieron enterarse.
En esto jugaron un rol fundamental los medios de comunicación adictos al régimen, los que sencillamente no informaban o desinformaban, haciéndose  eco de las mentiras contenidas en los comunicados oficiales.

Las únicas instituciones que acogieron y brindaron su apoyo a los perseguidos fueron las iglesias, fundamentalmente la Iglesia Católica. El cardenal Raúl Silva Henríquez creó la Vicaría de la Solidaridad el 1 de enero de 1976, luego que el Comité de Cooperación para la Paz, de carácter ecuménico, había sido prohibido  por la dictadura. Una de las tareas fundamentales de la Vicaría de la Solidaridad fue la denuncia de los crímenes, los esfuerzos por abrirle paso a la verdad. Ante cada nueva detención de que tenían conocimiento, sus abogados presentaban un recurso de amparo en los tribunales de justicia. Prácticamente todos fueron rechazados.
Cuando se fue haciendo patente que había detenidos cuya existencia oficialmente era negada, se presentaron recursos de amparo colectivos. El primero fue elaborado por abogados del Comité Pro Paz en marzo de 1974 por 131 personas desaparecidas después de haber sido detenidas. Fue rechazado, al igual que todos los posteriores.

La labor de la Iglesia Católica fue fundamental, pero poco o nada podría haber hecho si no se hubiesen organizado y actuado los propios afectados. Los familiares de las víctimas, quienes se habían ido conociendo al concurrir en busca de ayuda al Comité Pro Paz, a fines de 1974 constituyeron la Agrupación de Familiares de Detenidos Desaparecidos, AFDD, que se propuso como tarea central llegar a saber la verdad de lo sucedido con sus seres queridos, recuperarlos con vida y exigir justicia.
Los miembros de la AFDD, en su gran mayoría mujeres, realizaron múltiples gestiones con la esperanza de rescatar a los detenidos de los centros clandestinos de reclusión, pero sólo recibían respuestas mentirosas, insultos y mofas. Los argumentos más recurrentes de las autoridades eran que los “presuntos” desaparecidos seguramente habían salido del país, que vivían ilegalmente en la clandestinidad o que simplemente habían decidido abandonar a su familia.

De suma importancia para sacar a la luz la verdad fue la denuncia de los hechos represivos a nivel internacional. Organismos como la ONU y la OEA acogieron estas denuncias e instaron en reiteradas oportunidades a las autoridades de la dictadura a poner fin a la represión, en especial a la tortura y la desaparición forzada.
Sin embargo, el régimen negó persistentemente que ocurriera este tipo de hechos y fue apoyado en ello por los miembros del poder judicial, en especial por los integrantes de la Corte Suprema. Así, el 1 de marzo de 1975, el propio presidente de la Corte Suprema, Enrique Urrutia, señaló en su discurso inaugural del año judicial: “En cuanto a tortura y otras atrocidades de igual naturaleza, puedo afirmar que aquí no existen paredones ni cortinas de hierro, y cualquier afirmación en contrario se debe a una prensa proselitista de ideas que no pudieron ni podrán prosperar en nuestra patria”. (El Mercurio, 2 de marzo de 1975) Negó la existencia de detenidos desaparecidos, argumentando con relación a las personas por las que habían sido interpuestos recursos de amparo que “por lo general se trataba de individuos que viven en el país en clandestinidad, o que de la misma manera, han salido a países vecinos” (ibid).

A fin de otorgar mayor credibilidad a estas aseveraciones, la dictadura montó una farsa publicitaria, para la cual contó con el apoyo de los servicios de inteligencia de otras dictaduras del Cono Sur. En julio de 1975 en diarios de Argentina y de Brasil se informó que un total de 119 “extremistas” chilenos, la gran mayoría de ellos miembros del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), se habrían asesinado mutuamente o habrían muerto en operativos policiales. Todos los nombres indicados correspondían al listado de detenidos desaparecidos elaborado por el Comité Pro Paz y cuyo destino las iglesias exigían esclarecer. La noticia fue reproducida ampliamente en la prensa chilena con titulares como: “Ejecutados por sus propios camaradas” o “Gigantesco operativo militar en Argentina: Exterminan como ratas a miristas”.
La crueldad de esta macabra farsa despertó una gran indignación en la opinión pública nacional e internacional. En Santiago se realizó una liturgia ecuménica en la que se mantuvieron 119 sillas vacías y a la cual asistieron más de cuatro mil personas, convirtiéndose en el primer gran acto por los desaparecidos y uno de los primeros en protesta contra los atropellos a los derechos humanos en Chile desde el golpe militar.

Conscientes de que no bastaban las acciones judiciales, los familiares de detenidos desaparecidos comenzaron a salir a la calle con su denuncia, portando una imagen de su ser querido desaparecido con la pregunta ¿Dónde están?, pancartas que caracterizan a su Agrupación hasta el día de hoy.
Se fueron sumando acciones: huelgas de hambre, encadenamientos a las rejas de los tribunales de justicia, manifestaciones frente al palacio presidencial La Moneda, acciones todas en las que arriesgaban su propia seguridad, la de sus hijos e incluso la vida.
A pesar de sus sacrificados esfuerzos, no lograron rescatar con vida a los desaparecidos ni tampoco saber la verdad sobre el destino que habían corrido, pero sí lograron algo no menos importante: que este siniestro método represivo se empleara cada vez menos.

Después del término de la dictadura, el Presidente Patricio Aylwin se propuso lograr durante su período de gobierno la reconciliación de la sociedad chilena. El 12 de marzo de 1990, pocos días después de haber asumido el mando, expresó en un discurso pronunciado durante un gran acto realizado en el Estadio Nacional:”(...) la conciencia moral de la nación exige que se esclarezca la verdad respecto de los desaparecimientos de personas, de los crímenes horrendos y de otras graves violaciones a derechos humanos ocurridas durante la dictadura”, agregando que era su intención “abordar este delicado asunto conciliando la virtud de la justicia con la virtud de la prudencia”. En realidad, lo que primó siempre fue lo que él denominaba prudencia, es decir, no hacer nada que pudiera causar el descontento de los militares.
Una medida importante de Aylwin fue la creación de la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación (Comisión Rettig), cuyo mandato estaba orientado a producir una información veraz e indesmentible sobre los casos de represión que habían ocasionado la muerte de la víctima, vale decir, detenidos desaparecidos, ejecutados y muertos por tortura.
El Informe evacuado por la Comisión tuvo el gran valor de constituir un reconocimiento de que estos crímenes efectivamente habían ocurrido, es decir, pasaron a ser verdad oficial, lo que sin duda constituía una forma de reparación moral. Sin embargo, no contribuyó al esclarecimiento de los hechos, por cuanto recogió en gran medida sólo la información aportada por los propios familiares de las víctimas y los organismos de derechos humanos, en tanto que las fuerzas armadas y de orden, únicas poseedoras de la verdad completa, se negaron a entregar datos e incluso restaron validez al Informe. Otra gran falencia fue que el Informe no consignó los nombres de los responsables de los crímenes, ni siquiera en aquellos casos en que estaban plenamente identificados.
Con esta verdad a medias y nada de justicia, Aylwin pretendió lograr la reconciliación, sobre la base del perdón. Sin embargo, esa pretensión estaba destinada al fracaso, porque era socialmente inviable y fue decididamente rechazada por los directamente afectados.

Durante el gobierno siguiente, del Presidente Eduardo Frei, se produjo la detención de Pinochet en Londres. En lugar de aprovechar esta coyuntura para avanzar en la elaboración del pasado dictatorial, Frei hizo todo lo posible por salvar a Pinochet y traerlo de vuelta a Chile donde, se aseguraba, podría ser juzgado. Para convencer a la opinión pública mundial de que Chile tenía sus propias vías para superar el pasado, se creó la llamada Mesa de Diálogo, en que participaron representantes de las fuerzas armadas y algunas personalidades fundamentalmente eclesiales y académicas. Lo que se pretendía era avanzar en el esclarecimiento del destino de los detenidos desaparecidos, el tema más sensible en el ámbito de los derechos humanos. En ese diálogo los uniformados por primera vez reconocieron públicamente que se había hecho desaparecer a detenidos, pero aseguraron carecer de archivos al respecto, comprometiéndose sólo a recopilar información en un plazo de seis meses.
El Informe que entregaron en enero de 2001, cuando ya había asumido el Presidente Ricardo Lagos, tuvo un impacto devastador en los familiares. Sólo había información de 200 de los más de mil casos de detenidos desaparecidos reconocidos y de más de 150 de ellos se aseguraba que habían sido lanzados al mar, a ríos o lagos, situación difícil de probar. Además, muy pronto se detectó que el informe estaba lleno de errores y falsedades, es decir, no era creíble, por lo que no significaba ningún aporte a la verdad. A pesar de ello, el Presidente Lagos lo celebró como un gesto de coraje de los militares.

Un tema totalmente pendiente hasta hace poco tiempo atrás era el de los sobrevivientes de tortura. Después de varios años de insistencia por parte de la Comisión Etica contra la Tortura, el Presidente Lagos finalmente creó en noviembre de 2003 la Comisión Nacional sobre Prisión Política y Tortura (Comisión Valech). Esta tuvo la misión de realizar un registro de las personas que fueron detenidas y sufrieron torturas durante la dictadura y proponer medidas de reparación. Nuevamente el informe final no cumplió ni con la expectativas de los afectados ni con la normativa internacional de derechos humanos. La Comisión concluyó irrevocablemente su trabajo de registro al cabo de seis meses, cuando se habían inscrito alrededor de 35.000 personas, sin considerar que la cifra real es varias veces mayor. Además, al igual que en el Informe Rettig, no se consignaron los nombres de los responsables de los hechos, es decir, de los torturadores. Fue, una vez más, una verdad a medias. Y, peor aún, el Presidente Lagos dictó una ley, aprobada por el Congreso Nacional, que dispone que todos los antecedentes contenidos en las carpetas con los testimonios de los sobrevivientes de tortura permanecerán bajo llave durante 50 años, por lo que nadie, ni siquiera los tribunales de justicia, tendrán acceso a ellos. Es decir, una vez más el lema fue: un poco más de verdad, pero nada de justicia.

Resumiendo, yo diría que los modestos avances en el esclarecimiento de la verdad en Chile se han logrado principalmente gracias al tesón de los propios afectados por los crímenes de lesa humanidad, los que han contado con el apoyo de los organismos de derechos humanos; al trabajo abnegado y persistente de los abogados que patrocinan las causas en esta área y, en el último tiempo, a algunos jueces honestos que han avanzado en la investigación de los hechos. Un rol fundamental lo ha jugado también la presión internacional, la que fue muy fuerte durante la dictadura, pero hoy está casi ausente.

Quisiera terminar con una cita del experto en cuestiones de derechos humanos de Naciones Unidas Louis Joinet sobre el derecho a saber:
“No se trata solamente del derecho individual que toda víctima, o sus parientes o amigos, tiene a saber qué pasó en tanto que derecho a la verdad. El derecho a saber es también un derecho colectivo que tiene su origen en la historia para evitar que en el futuro las violaciones se reproduzcan. Por contrapartida tiene, a cargo del Estado, el “deber de la memoria” a fin de prevenir contra las desinformaciones de la historia que tienen por nombre el revisionismo y el negacionismo; en efecto, el conocimiento, para un pueblo, de la historia de su opresión pertenece a su patrimonio y como tal debe ser preservado.” (Documento ONU: E/CN.4/Sub.2/1997/20/Rev.1) 

(Bochum, Alemania, 15 de octubre de 2005)