En Chile, con el golpe militar del general Augusto Pinochet, el 11 de septiembre de 1973, se
instituyó una política de represión y exterminio – sustentada en la
ideología de “seguridad nacional” – que tuvo como finalidad la
destrucción de las organizaciones políticas democráticas y la
paralización de la sociedad a través del terror y el miedo generalizado, para
posibilitar la imposición del modelo económico neoliberal que concertó a las
elites militares y civiles representativas de las grandes empresas.
Los sectores de la sociedad no directamente afectados por la represión se fueron enterando
sólo paulatinamente de los crímenes que se cometían o, lo que es peor, no
quisieron enterarse.
En esto jugaron un rol fundamental los medios de comunicación adictos al régimen, los
que sencillamente no informaban o desinformaban, haciéndose eco de las mentiras
contenidas en los comunicados oficiales.
Las únicas instituciones que acogieron y brindaron su apoyo a los perseguidos fueron las
iglesias, fundamentalmente la Iglesia Católica. El cardenal Raúl Silva
Henríquez creó la Vicaría de la Solidaridad el 1 de enero de 1976, luego que el
Comité de Cooperación para la Paz, de carácter ecuménico, había
sido prohibido por la dictadura. Una de las tareas fundamentales de la Vicaría de la
Solidaridad fue la denuncia de los crímenes, los esfuerzos por abrirle paso a la verdad. Ante
cada nueva detención de que tenían conocimiento, sus abogados presentaban un recurso
de amparo en los tribunales de justicia. Prácticamente todos fueron rechazados.
Cuando se fue haciendo patente que había detenidos cuya existencia oficialmente era negada,
se presentaron recursos de amparo colectivos. El primero fue elaborado por abogados del
Comité Pro Paz en marzo de 1974 por 131 personas desaparecidas después de haber sido
detenidas. Fue rechazado, al igual que todos los posteriores.
La labor de la Iglesia Católica fue fundamental, pero poco o nada podría haber hecho
si no se hubiesen organizado y actuado los propios afectados. Los familiares de las víctimas,
quienes se habían ido conociendo al concurrir en busca de ayuda al Comité Pro Paz, a
fines de 1974 constituyeron la Agrupación de Familiares de Detenidos Desaparecidos, AFDD, que
se propuso como tarea central llegar a saber la verdad de lo sucedido con sus seres queridos,
recuperarlos con vida y exigir justicia.
Los miembros de la AFDD, en su gran mayoría mujeres, realizaron múltiples gestiones
con la esperanza de rescatar a los detenidos de los centros clandestinos de reclusión, pero
sólo recibían respuestas mentirosas, insultos y mofas. Los argumentos más
recurrentes de las autoridades eran que los “presuntos” desaparecidos seguramente
habían salido del país, que vivían ilegalmente en la clandestinidad o que
simplemente habían decidido abandonar a su familia.
De suma importancia para sacar a la luz la verdad fue la denuncia de los hechos represivos a nivel
internacional. Organismos como la ONU y la OEA acogieron estas denuncias e instaron en reiteradas
oportunidades a las autoridades de la dictadura a poner fin a la represión, en especial a la
tortura y la desaparición forzada.
Sin embargo, el régimen negó persistentemente que ocurriera este tipo de hechos y fue
apoyado en ello por los miembros del poder judicial, en especial por los integrantes de la Corte
Suprema. Así, el 1 de marzo de 1975, el propio presidente de la Corte Suprema, Enrique
Urrutia, señaló en su discurso inaugural del año judicial: “En cuanto a
tortura y otras atrocidades de igual naturaleza, puedo afirmar que aquí no existen paredones
ni cortinas de hierro, y cualquier afirmación en contrario se debe a una prensa proselitista
de ideas que no pudieron ni podrán prosperar en nuestra patria”. (El Mercurio, 2 de
marzo de 1975) Negó la existencia de detenidos desaparecidos, argumentando con
relación a las personas por las que habían sido interpuestos recursos de amparo que
“por lo general se trataba de individuos que viven en el país en clandestinidad, o que
de la misma manera, han salido a países vecinos” (ibid).
A fin de otorgar mayor credibilidad a estas aseveraciones, la dictadura montó una farsa
publicitaria, para la cual contó con el apoyo de los servicios de inteligencia de otras
dictaduras del Cono Sur. En julio de 1975 en diarios de Argentina y de Brasil se informó que
un total de 119 “extremistas” chilenos, la gran mayoría de ellos miembros del
Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), se habrían asesinado mutuamente o
habrían muerto en operativos policiales. Todos los nombres indicados correspondían al
listado de detenidos desaparecidos elaborado por el Comité Pro Paz y cuyo destino las
iglesias exigían esclarecer. La noticia fue reproducida ampliamente en la prensa chilena con
titulares como: “Ejecutados por sus propios camaradas” o “Gigantesco operativo
militar en Argentina: Exterminan como ratas a miristas”.
La crueldad de esta macabra farsa despertó una gran indignación en la opinión
pública nacional e internacional. En Santiago se realizó una liturgia ecuménica
en la que se mantuvieron 119 sillas vacías y a la cual asistieron más de cuatro mil
personas, convirtiéndose en el primer gran acto por los desaparecidos y uno de los primeros
en protesta contra los atropellos a los derechos humanos en Chile desde el golpe militar.
Conscientes de que no bastaban las acciones judiciales, los familiares de detenidos desaparecidos
comenzaron a salir a la calle con su denuncia, portando una imagen de su ser querido desaparecido
con la pregunta ¿Dónde están?, pancartas que caracterizan a su
Agrupación hasta el día de hoy.
Se fueron sumando acciones: huelgas de hambre, encadenamientos a las rejas de los tribunales de
justicia, manifestaciones frente al palacio presidencial La Moneda, acciones todas en las que
arriesgaban su propia seguridad, la de sus hijos e incluso la vida.
A pesar de sus sacrificados esfuerzos, no lograron rescatar con vida a los desaparecidos ni tampoco
saber la verdad sobre el destino que habían corrido, pero sí lograron algo no menos
importante: que este siniestro método represivo se empleara cada vez menos.
Después del término de la dictadura, el Presidente Patricio Aylwin se propuso lograr
durante su período de gobierno la reconciliación de la sociedad chilena. El 12 de
marzo de 1990, pocos días después de haber asumido el mando, expresó en un
discurso pronunciado durante un gran acto realizado en el Estadio Nacional:”(...) la
conciencia moral de la nación exige que se esclarezca la verdad respecto de los
desaparecimientos de personas, de los crímenes horrendos y de otras graves violaciones a
derechos humanos ocurridas durante la dictadura”, agregando que era su intención
“abordar este delicado asunto conciliando la virtud de la justicia con la virtud de la
prudencia”. En realidad, lo que primó siempre fue lo que él denominaba
prudencia, es decir, no hacer nada que pudiera causar el descontento de los militares.
Una medida importante de Aylwin fue la creación de la Comisión Nacional de Verdad y
Reconciliación (Comisión Rettig), cuyo mandato estaba orientado a producir una
información veraz e indesmentible sobre los casos de represión que habían
ocasionado la muerte de la víctima, vale decir, detenidos desaparecidos, ejecutados y muertos
por tortura.
El Informe evacuado por la Comisión tuvo el gran valor de constituir un reconocimiento de que
estos crímenes efectivamente habían ocurrido, es decir, pasaron a ser verdad oficial,
lo que sin duda constituía una forma de reparación moral. Sin embargo, no
contribuyó al esclarecimiento de los hechos, por cuanto recogió en gran medida
sólo la información aportada por los propios familiares de las víctimas y los
organismos de derechos humanos, en tanto que las fuerzas armadas y de orden, únicas
poseedoras de la verdad completa, se negaron a entregar datos e incluso restaron validez al Informe.
Otra gran falencia fue que el Informe no consignó los nombres de los responsables de los
crímenes, ni siquiera en aquellos casos en que estaban plenamente identificados.
Con esta verdad a medias y nada de justicia, Aylwin pretendió lograr la
reconciliación, sobre la base del perdón. Sin embargo, esa pretensión estaba
destinada al fracaso, porque era socialmente inviable y fue decididamente rechazada por los
directamente afectados.
Durante el gobierno siguiente, del Presidente Eduardo Frei, se produjo la detención de
Pinochet en Londres. En lugar de aprovechar esta coyuntura para avanzar en la elaboración del
pasado dictatorial, Frei hizo todo lo posible por salvar a Pinochet y traerlo de vuelta a Chile
donde, se aseguraba, podría ser juzgado. Para convencer a la opinión pública
mundial de que Chile tenía sus propias vías para superar el pasado, se creó la
llamada Mesa de Diálogo, en que participaron representantes de las fuerzas armadas y algunas
personalidades fundamentalmente eclesiales y académicas. Lo que se pretendía era
avanzar en el esclarecimiento del destino de los detenidos desaparecidos, el tema más
sensible en el ámbito de los derechos humanos. En ese diálogo los uniformados por
primera vez reconocieron públicamente que se había hecho desaparecer a detenidos, pero
aseguraron carecer de archivos al respecto, comprometiéndose sólo a recopilar
información en un plazo de seis meses.
El Informe que entregaron en enero de 2001, cuando ya había asumido el Presidente Ricardo
Lagos, tuvo un impacto devastador en los familiares. Sólo había información de
200 de los más de mil casos de detenidos desaparecidos reconocidos y de más de 150 de
ellos se aseguraba que habían sido lanzados al mar, a ríos o lagos, situación
difícil de probar. Además, muy pronto se detectó que el informe estaba lleno de
errores y falsedades, es decir, no era creíble, por lo que no significaba ningún
aporte a la verdad. A pesar de ello, el Presidente Lagos lo celebró como un gesto de coraje
de los militares.
Un tema totalmente pendiente hasta hace poco tiempo atrás era el de los sobrevivientes de
tortura. Después de varios años de insistencia por parte de la Comisión Etica
contra la Tortura, el Presidente Lagos finalmente creó en noviembre de 2003 la
Comisión Nacional sobre Prisión Política y Tortura (Comisión Valech).
Esta tuvo la misión de realizar un registro de las personas que fueron detenidas y sufrieron
torturas durante la dictadura y proponer medidas de reparación. Nuevamente el informe final
no cumplió ni con la expectativas de los afectados ni con la normativa internacional de
derechos humanos. La Comisión concluyó irrevocablemente su trabajo de registro al cabo
de seis meses, cuando se habían inscrito alrededor de 35.000 personas, sin considerar que la
cifra real es varias veces mayor. Además, al igual que en el Informe Rettig, no se
consignaron los nombres de los responsables de los hechos, es decir, de los torturadores. Fue, una
vez más, una verdad a medias. Y, peor aún, el Presidente Lagos dictó una ley,
aprobada por el Congreso Nacional, que dispone que todos los antecedentes contenidos en las carpetas
con los testimonios de los sobrevivientes de tortura permanecerán bajo llave durante 50
años, por lo que nadie, ni siquiera los tribunales de justicia, tendrán acceso a
ellos. Es decir, una vez más el lema fue: un poco más de verdad, pero nada de
justicia.
Resumiendo, yo diría que los modestos avances en el esclarecimiento de la verdad en Chile se
han logrado principalmente gracias al tesón de los propios afectados por los crímenes
de lesa humanidad, los que han contado con el apoyo de los organismos de derechos humanos; al
trabajo abnegado y persistente de los abogados que patrocinan las causas en esta área y, en
el último tiempo, a algunos jueces honestos que han avanzado en la investigación de
los hechos. Un rol fundamental lo ha jugado también la presión internacional, la que
fue muy fuerte durante la dictadura, pero hoy está casi ausente.
Quisiera terminar con una cita del experto en cuestiones de derechos humanos de Naciones Unidas
Louis Joinet sobre el derecho a saber:
“No se trata solamente del derecho individual que toda víctima, o sus parientes o
amigos, tiene a saber qué pasó en tanto que derecho a la verdad. El derecho a saber es
también un derecho colectivo que tiene su origen en la historia para evitar que en el futuro
las violaciones se reproduzcan. Por contrapartida tiene, a cargo del Estado, el “deber de la
memoria” a fin de prevenir contra las desinformaciones de la historia que tienen por nombre el
revisionismo y el negacionismo; en efecto, el conocimiento, para un pueblo, de la historia de su
opresión pertenece a su patrimonio y como tal debe ser preservado.” (Documento ONU:
E/CN.4/Sub.2/1997/20/Rev.1)