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Medizinische Flüchtlingshilfe Bochum e.V.

Gerechtigkeit heilt –
Der internationale Kampf gegen Straflosigkeit

Internationaler Kongress vom 14. bis 16. Oktober 2005

Beatriz Brinkmann
Centro de Salud Mental y Derechos Humanos (CINTRAS), Chile

Reparaciones

Lo primero que habría que decir en relación con este tema, es que no es posible reparar el dolor de la madre de un detenido desaparecido; no se puede reparar un proyecto de vida truncado violentamente; no hay reparación posible para el dolor, la humillación, el temor vivido en interminables sesiones de tortura ni para el desarraigo de los exiliados. Sin embargo, la comunidad internacional ha considerado que es necesario enfrentar del modo más adecuado y justo posible el daño generado.

El derecho que tienen las víctimas de graves violaciones a los derechos humanos a recibir reparación, está contenido de manera más o menos explícita en numerosos instrumentos internacionales de la ONU. Así, por ejemplo, la Convención contra la Tortura y Otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes (1984), establece en su artículo 14: ”Todo Estado Parte velará por que su legislación garantice a la víctima de un acto de tortura la reparación y el derecho a una indemnización justa y adecuada, incluidos los medios para su rehabilitación lo más completa posible”.
En los últimos años, la Comisión de Derechos Humanos de Naciones Unidas le ha brindado una atención especial a este asunto, consciente de que, a pesar de las innumerables normativas a través de las cuales se ha procurado resguardar los derechos básicos de todo ser humano, éstos siguen siendo violados en mayor o menor medida en todos los países del mundo, dejando graves secuelas de daño psíquico, físico, moral y social en las personas y grupos sociales afectados.
A fines de la década de los 80, la Comisión de Derechos Humanos de Naciones Unidas  designó una comisión especial para abocarse al tema. Después de casi 15 años de trabajo elaboró un documento denominado “Principios y directrices básicos sobre el derecho de las víctimas de violaciones manifiestas de las normas internacionales de derechos humanos y de violaciones graves del derecho internacional humanitario a interponer recursos y obtener reparaciones” (E/CN.4/2005/L.48). Este fue aprobado el 19 de abril de 2005 por la Comisión de Derechos Humanos y tres meses más tarde por el Consejo Económico y Social (ECOSOC), por lo que ahora sólo resta su aprobación por parte de la Asamblea General de Naciones Unidas.

El hecho que los principios y directrices para el derecho a reparación estén referidos explícitamente no sólo a las violaciones de las normas internacionales de derechos humanos sino también del derecho internacional humanitario, significa que son aplicables tanto a crímenes de lesa humanidad cometidos en tiempos de paz como en situación de guerra. En el preámbulo se señala que ellos “no entrañan nuevas obligaciones jurídicas internacionales o nacionales, sino que indican mecanismos, modalidades, procedimientos y métodos para el cumplimiento de las obligaciones jurídicas existentes”. Los principios 19 a 23 enuncian las diversas formas que debe adquirir una reparación plena y efectiva: restitución, indemnización, rehabilitación, satisfacción (que incluye la verdad y la justicia) así como garantías de no repetición.

La reparación que ha ofrecido el Estado chileno a las víctimas de graves violaciones a los Derechos Humanos ha estado muy lejos de cumplir con las normativas estipuladas por Naciones Unidas, a pesar de que nuestro país integraba y jugó un rol importante en la Comisión especial que elaboró las directivas sobre reparaciones; incluso presidió la Comisión durante el período en que quedó casi totalmente redactado el texto final.
En Chile, los gobiernos post dictadura han tendido a reducir la reparación a poco más que una indemnización económica, actitud que ha descuidado los aspectos jurídicos, éticos, socio-políticos y psicosociales del problema. Como consecuencia, se han generado fuertes sentimientos de frustración y desilusión en las víctimas, con estados psicoemocionales que a la larga han restado efectividad a los esfuerzos reparatorios.

Durante el gobierno de Patricio Aylwin se creó en noviembre de 1990 la Oficina Nacional de Retorno (ONR), para realizar la acogida de los retornados del exilio, los que eran orientados y derivados de acuerdo a sus necesidades de salud, vivienda, educación y trabajo, utilizando para ello las redes de servicios estatales, privados y ONGs. La ONR concluyó su trabajo en marzo de 1994, dejando en muchos retornados un sentimiento de frustración, pues no se habían tomado medidas que aseguraran efectivamente su plena reinserción social y laboral en una sociedad que había cambiado profundamente durante el período en que se vieron obligados a vivir lejos de su patria.
Los exonerados de la administración pública, es decir, quienes fueron despedidos de sus trabajos por motivos políticos, tuvieron que realizar tres huelgas de hambre durante el gobierno de Aylwin hasta lograr que se tramitara una ley a través de la cual se les otorgó una pensión. Esta benefició a un grupo muy reducido de ellos, por lo que debieron seguir luchando hasta conseguir la aprobación de dos leyes más, las que fueron ampliando el universo de beneficiarios.

La principal medida en este ámbito durante el gobierno de Patricio Aylwin fue la promulgación, en febrero de 1992, de una Ley de Reparación dirigida a los familiares de quienes fueron reconocidos como víctimas de violaciones a los derechos humanos por la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación, es decir, de detenidos desaparecidos, ejecutados y muertos por tortura. Esta ley estableció una pensión para los padres, los cónyuges y los hijos menores de 25 años; además, eximió del servicio militar a los hijos varones, concedió becas de estudio y aseguó la atención en salud gratuita.

Estas medidas reparatorias eran, sin duda, buenas y necesarias, pero no fueron acompañadas por una reivindicación moral de las víctimas y sus familiares, calificados durante la dictadura como “enemigos de la sociedad”, por lo que mantuvo a los beneficiados por ellas en una posición de marginación y aislamiento social. En otras palabras, la reparación económica fue artificialmente desconectada del drama humano que había generado el daño y de la responsabilidad social que esta situación lleva implícita. El sentido simbólico de la reparación del trauma fue reducido a una mera operación burocrática. Esto llevó a que los familiares de las víctimas revivieran sentimientos de exclusión  y estigmatización.
A través de esta insuficiente forma de reparación, el Estado intentó poner fin a la discusión sobre las violaciones a los derechos humanos, en un momento en que sólo se había logrado un mínimo de verdad y nada de justicia, pues ningún violador de derechos humanos había sido condenado y estaba cumpliendo su pena en la cárcel. Algunas autoridades hablaron de modo explícito de “dar vuelta la página” en este doloroso tema, lo que significaba consagrar la impunidad. Los familiares de las víctimas sintieron traicionadas su confianza y sus necesidades emocionales de lograr el pleno esclarecimiento de los crímenes y el castigo de los responsables materiales e intelectuales de ellos, reduciéndose sustancialmente el sentido reparatorio que la ley pretendía tener.

Muchas de las familias afectadas por la desaparición forzada o el asesinato de uno de sus seres queridos habían empobrecido por la ausencia del jefe de hogar, el aislamiento social o la persecución. El asunto de la compensación económica los sumía en profundas contradicciones emocionales. Lo percibían como un pobre e insuficiente sustituto de su propia idea de reparación, centrada en aspectos éticos y legales, más que en una indemnización financiera. Sin embargo, la precaria situación en que vivían los forzaba a aceptar la ayuda económica, llenándolos de sentimiento de culpa: sentían que al aceptar la pensión, vendían sus esperanzas de verdad y justicia a cambio de una par de monedas y traicionaban su propia lucha por una reparación plena, justa y adecuada.
De este modo, los beneficiados por la Ley de Reparación terminaron haciendo uso del derecho a una compensación económica, pero continuaron inmersos en el dolor propio de un proceso de duelo no concluido.

Una medida pionera en el mundo fue, sin duda, la creación del programa PRAIS, Programa de Reparación y Atención Integral en Salud para las Víctimas de Violaciones de  Derechos Humanos creado por el Ministerio de Salud en 1991. Sin embargo, aunque la idea era excelente, en la práctica hasta el día de hoy el programa no ha sido implementado de modo eficiente en todo el país y, donde funciona, su labor se ha visto crónicamente restringida por la falta de recursos. Actualmente, uno de los centros de salud en que funciona el programa PRAIS en el sector occidente de Santiago, por ejemplo, tiene una lista de espera de más de 800 personas para la atención en salud mental. Esto significa largos meses de espera, lo que naturalmente es inviable para casos de crisis agudas que incluso llegan al intento de suicidio.

Un grupo por largos años marginado de toda medida de reparación, excepto la atención en salud, era el de los ex presos políticos, los cuales prácticamente en su totalidad fueron víctimas de tortura. Como ya he señalado anteriormente, los sobrevivientes de tortura quedaron excluidos del trabajo realizado por la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación, la que se abocó sólo a los casos de violaciones a los derechos humanos con consecuencia de muerte.
Para lograr que el Estado chileno asumiera esta grave falencia y la corrigiera, fue necesario un trabajo de varios años de la Comisión Etica contra la Tortura centrado en este objetivo, el que tuvo el importante apoyo de organismos internacionales como Amnistía Internacional y el Consejo Internacional para la Rehabilitación de Víctimas de la Tortura, IRCT, con sede en Dinamarca, los que reforzaron ante el gobierno chileno la exigencia de reparación para los sobrevivientes de tortura.

Finalmente, el Presidente Lagos creó la Comisión Nacional sobre Prisión Política y Tortura, la que inició su trabajo en noviembre de 2003. En un plazo de seis meses registró a alrededor de 35.000 hombres y mujeres que prestaron testimonio sobre las penas de prisión que les habían sido arbitrariamente impuestas y las atrocidades a que habían sido sometidos. Muchos de ellos en esa oportunidad hablaron por primera vez sobre estas experiencias, siendo desbordados por los recuerdos traumáticos.
A partir de los antecedentes contenidos en los testimonios y de investigaciones propias relacionadas con el tema, la Comisión elaboró un Informe de más de 600 páginas, el que además de una presentación del contexto histórico contiene un listado de los centros de tortura que existieron en el país, una descripción de los métodos físicos y psíquicos de tortura empleados, de sus secuelas a corto, mediano y largo plazo, algunas citas literales extraídas de los testimonios y un listado de algo más de 27.000 personas, que son las oficialmente reconocidas como víctimas de prisión política y tortura. Más de 8.000 de las personas registradas fueron rechazadas.

Tampoco en este caso puede hablarse de una verdadera reparación. Muchos sobrevivientes de tortura no alcanzaron a registrarse o ni siquiera se enteraron de que existía la posibilidad de hacerlo. Por otra parte, el monto fijado por el Presidente Lagos y aprobado por el Congreso Nacional para la reparación económica no fue “justo y adecuado”, como exige la Convención contra la Tortura, ya que la pensión vitalicia acordada equivale sólo a alrededor de 150 euro mensuales y no es transferible al cónyuge o a los hijos en caso de fallecimiento. Muchos han percibido esto como una nueva afrenta, pues a más de un torturador le fueron concedidas pensiones bastante más elevadas debido a que habrían sufrido un supuesto “trauma de guerra”. Es el caso, por ejemplo, del ex capitán Pedro Fernández Dittus, quien en julio de 1986 roció con bencina y prendió fuego a los cuerpos de Rodrigo Rojas y Carmen Gloria Quintana, producto de lo cual él perdió la vida y ella quedó con profundas cicatrices que deformaron su rostro y su cuerpo.
Sin embargo, lo que es percibido como de la mayor gravedad por la mayoría de los sobrevivientes de tortura, es la impunidad para los crímenes que se asegura al establecer un secreto de 50 años para todos los antecedentes entregados. 

Es, sin duda, un mérito del gobierno de Lagos haber tomado la decisión de abordar este tema extremadamente complejo pero ineludible como sociedad. Sin embargo, como tantas veces al tratarse de medidas destinadas a la elaboración del pasado dictatorial, quedó la impresión de que no primó el compromiso ético de ofrecer una reparación que respondiera efectivamente a la gravedad del daño infligido, sino el cálculo político de presentarse ante el mundo como país ejemplar que cumple con la exigencia de reparación contenida en los instrumentos de Naciones Unidas. No hay que olvidar que este es un antecedente importante cuando se aspira a establecer convenios económicos con países de la Unión Europea. 
Como señala el historiador Gabriel Salazar, bajo el modelo socio-económico reinante en Chile, el tema de los derechos humanos se resuelve con un poco de verdad, un poco de justicia, un poco de reparación. Si queremos cambiar esta situación, es preciso crear poder ciudadano, el que surge cuando se crea identidad colectiva. Es una tarea larga y difícil, pero ineludible si aspiramos a una democracia sólida en que se respeten los derechos humanos de todos.

(Bochum, Alemania, 16 de octubre de 2005)