Lo primero que habría que decir en relación con este tema, es que no es posible
reparar el dolor de la madre de un detenido desaparecido; no se puede reparar un proyecto de vida
truncado violentamente; no hay reparación posible para el dolor, la humillación, el
temor vivido en interminables sesiones de tortura ni para el desarraigo de los exiliados. Sin
embargo, la comunidad internacional ha considerado que es necesario enfrentar del modo más
adecuado y justo posible el daño generado.
El derecho que tienen las víctimas de graves violaciones a los derechos humanos a recibir
reparación, está contenido de manera más o menos explícita en numerosos
instrumentos internacionales de la ONU. Así, por ejemplo, la Convención contra la
Tortura y Otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes (1984), establece en su
artículo 14: ”Todo Estado Parte velará por que su legislación garantice a
la víctima de un acto de tortura la reparación y el derecho a una indemnización
justa y adecuada, incluidos los medios para su rehabilitación lo más completa
posible”.
En los últimos años, la Comisión de Derechos Humanos de Naciones Unidas le ha
brindado una atención especial a este asunto, consciente de que, a pesar de las innumerables
normativas a través de las cuales se ha procurado resguardar los derechos básicos de
todo ser humano, éstos siguen siendo violados en mayor o menor medida en todos los
países del mundo, dejando graves secuelas de daño psíquico, físico,
moral y social en las personas y grupos sociales afectados.
A fines de la década de los 80, la Comisión de Derechos Humanos de Naciones
Unidas designó una comisión especial para abocarse al tema. Después de
casi 15 años de trabajo elaboró un documento denominado “Principios y
directrices básicos sobre el derecho de las víctimas de violaciones manifiestas de las
normas internacionales de derechos humanos y de violaciones graves del derecho internacional
humanitario a interponer recursos y obtener reparaciones” (E/CN.4/2005/L.48). Este fue
aprobado el 19 de abril de 2005 por la Comisión de Derechos Humanos y tres meses más
tarde por el Consejo Económico y Social (ECOSOC), por lo que ahora sólo resta su
aprobación por parte de la Asamblea General de Naciones Unidas.
El hecho que los principios y directrices para el derecho a reparación estén referidos
explícitamente no sólo a las violaciones de las normas internacionales de derechos
humanos sino también del derecho internacional humanitario, significa que son aplicables
tanto a crímenes de lesa humanidad cometidos en tiempos de paz como en situación de
guerra. En el preámbulo se señala que ellos “no entrañan nuevas
obligaciones jurídicas internacionales o nacionales, sino que indican mecanismos,
modalidades, procedimientos y métodos para el cumplimiento de las obligaciones
jurídicas existentes”. Los principios 19 a 23 enuncian las diversas formas que debe
adquirir una reparación plena y efectiva: restitución, indemnización,
rehabilitación, satisfacción (que incluye la verdad y la justicia) así como
garantías de no repetición.
La reparación que ha ofrecido el Estado chileno a las víctimas de graves violaciones a
los Derechos Humanos ha estado muy lejos de cumplir con las normativas estipuladas por Naciones
Unidas, a pesar de que nuestro país integraba y jugó un rol importante en la
Comisión especial que elaboró las directivas sobre reparaciones; incluso
presidió la Comisión durante el período en que quedó casi totalmente
redactado el texto final.
En Chile, los gobiernos post dictadura han tendido a reducir la reparación a poco más
que una indemnización económica, actitud que ha descuidado los aspectos
jurídicos, éticos, socio-políticos y psicosociales del problema. Como
consecuencia, se han generado fuertes sentimientos de frustración y desilusión en las
víctimas, con estados psicoemocionales que a la larga han restado efectividad a los esfuerzos
reparatorios.
Durante el gobierno de Patricio Aylwin se creó en noviembre de 1990 la Oficina Nacional de
Retorno (ONR), para realizar la acogida de los retornados del exilio, los que eran orientados y
derivados de acuerdo a sus necesidades de salud, vivienda, educación y trabajo, utilizando
para ello las redes de servicios estatales, privados y ONGs. La ONR concluyó su trabajo en
marzo de 1994, dejando en muchos retornados un sentimiento de frustración, pues no se
habían tomado medidas que aseguraran efectivamente su plena reinserción social y
laboral en una sociedad que había cambiado profundamente durante el período en que se
vieron obligados a vivir lejos de su patria.
Los exonerados de la administración pública, es decir, quienes fueron despedidos de
sus trabajos por motivos políticos, tuvieron que realizar tres huelgas de hambre durante el
gobierno de Aylwin hasta lograr que se tramitara una ley a través de la cual se les
otorgó una pensión. Esta benefició a un grupo muy reducido de ellos, por lo que
debieron seguir luchando hasta conseguir la aprobación de dos leyes más, las que
fueron ampliando el universo de beneficiarios.
La principal medida en este ámbito durante el gobierno de Patricio Aylwin fue la
promulgación, en febrero de 1992, de una Ley de Reparación dirigida a los familiares
de quienes fueron reconocidos como víctimas de violaciones a los derechos humanos por la
Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación, es decir, de detenidos desaparecidos,
ejecutados y muertos por tortura. Esta ley estableció una pensión para los padres, los
cónyuges y los hijos menores de 25 años; además, eximió del servicio
militar a los hijos varones, concedió becas de estudio y aseguó la atención en
salud gratuita.
Estas medidas reparatorias eran, sin duda, buenas y necesarias, pero no fueron acompañadas
por una reivindicación moral de las víctimas y sus familiares, calificados durante la
dictadura como “enemigos de la sociedad”, por lo que mantuvo a los beneficiados por
ellas en una posición de marginación y aislamiento social. En otras palabras, la
reparación económica fue artificialmente desconectada del drama humano que
había generado el daño y de la responsabilidad social que esta situación lleva
implícita. El sentido simbólico de la reparación del trauma fue reducido a una
mera operación burocrática. Esto llevó a que los familiares de las
víctimas revivieran sentimientos de exclusión y estigmatización.
A través de esta insuficiente forma de reparación, el Estado intentó poner fin
a la discusión sobre las violaciones a los derechos humanos, en un momento en que sólo
se había logrado un mínimo de verdad y nada de justicia, pues ningún violador
de derechos humanos había sido condenado y estaba cumpliendo su pena en la cárcel.
Algunas autoridades hablaron de modo explícito de “dar vuelta la página”
en este doloroso tema, lo que significaba consagrar la impunidad. Los familiares de las
víctimas sintieron traicionadas su confianza y sus necesidades emocionales de lograr el pleno
esclarecimiento de los crímenes y el castigo de los responsables materiales e intelectuales
de ellos, reduciéndose sustancialmente el sentido reparatorio que la ley pretendía
tener.
Muchas de las familias afectadas por la desaparición forzada o el asesinato de uno de sus
seres queridos habían empobrecido por la ausencia del jefe de hogar, el aislamiento social o
la persecución. El asunto de la compensación económica los sumía en
profundas contradicciones emocionales. Lo percibían como un pobre e insuficiente sustituto de
su propia idea de reparación, centrada en aspectos éticos y legales, más que en
una indemnización financiera. Sin embargo, la precaria situación en que vivían
los forzaba a aceptar la ayuda económica, llenándolos de sentimiento de culpa:
sentían que al aceptar la pensión, vendían sus esperanzas de verdad y justicia
a cambio de una par de monedas y traicionaban su propia lucha por una reparación plena, justa
y adecuada.
De este modo, los beneficiados por la Ley de Reparación terminaron haciendo uso del derecho a
una compensación económica, pero continuaron inmersos en el dolor propio de un proceso
de duelo no concluido.
Una medida pionera en el mundo fue, sin duda, la creación del programa PRAIS, Programa de
Reparación y Atención Integral en Salud para las Víctimas de Violaciones
de Derechos Humanos creado por el Ministerio de Salud en 1991. Sin embargo, aunque la idea era
excelente, en la práctica hasta el día de hoy el programa no ha sido implementado de
modo eficiente en todo el país y, donde funciona, su labor se ha visto crónicamente
restringida por la falta de recursos. Actualmente, uno de los centros de salud en que funciona el
programa PRAIS en el sector occidente de Santiago, por ejemplo, tiene una lista de espera de
más de 800 personas para la atención en salud mental. Esto significa largos meses de
espera, lo que naturalmente es inviable para casos de crisis agudas que incluso llegan al intento de
suicidio.
Un grupo por largos años marginado de toda medida de reparación, excepto la
atención en salud, era el de los ex presos políticos, los cuales prácticamente
en su totalidad fueron víctimas de tortura. Como ya he señalado anteriormente, los
sobrevivientes de tortura quedaron excluidos del trabajo realizado por la Comisión Nacional
de Verdad y Reconciliación, la que se abocó sólo a los casos de violaciones a
los derechos humanos con consecuencia de muerte.
Para lograr que el Estado chileno asumiera esta grave falencia y la corrigiera, fue necesario un
trabajo de varios años de la Comisión Etica contra la Tortura centrado en este
objetivo, el que tuvo el importante apoyo de organismos internacionales como Amnistía
Internacional y el Consejo Internacional para la Rehabilitación de Víctimas de la
Tortura, IRCT, con sede en Dinamarca, los que reforzaron ante el gobierno chileno la exigencia de
reparación para los sobrevivientes de tortura.
Finalmente, el Presidente Lagos creó la Comisión Nacional sobre Prisión
Política y Tortura, la que inició su trabajo en noviembre de 2003. En un plazo de seis
meses registró a alrededor de 35.000 hombres y mujeres que prestaron testimonio sobre las
penas de prisión que les habían sido arbitrariamente impuestas y las atrocidades a que
habían sido sometidos. Muchos de ellos en esa oportunidad hablaron por primera vez sobre
estas experiencias, siendo desbordados por los recuerdos traumáticos.
A partir de los antecedentes contenidos en los testimonios y de investigaciones propias relacionadas
con el tema, la Comisión elaboró un Informe de más de 600 páginas, el
que además de una presentación del contexto histórico contiene un listado de
los centros de tortura que existieron en el país, una descripción de los
métodos físicos y psíquicos de tortura empleados, de sus secuelas a corto,
mediano y largo plazo, algunas citas literales extraídas de los testimonios y un listado de
algo más de 27.000 personas, que son las oficialmente reconocidas como víctimas de
prisión política y tortura. Más de 8.000 de las personas registradas fueron
rechazadas.
Tampoco en este caso puede hablarse de una verdadera reparación. Muchos sobrevivientes de
tortura no alcanzaron a registrarse o ni siquiera se enteraron de que existía la posibilidad
de hacerlo. Por otra parte, el monto fijado por el Presidente Lagos y aprobado por el Congreso
Nacional para la reparación económica no fue “justo y adecuado”, como
exige la Convención contra la Tortura, ya que la pensión vitalicia acordada equivale
sólo a alrededor de 150 euro mensuales y no es transferible al cónyuge o a los hijos
en caso de fallecimiento. Muchos han percibido esto como una nueva afrenta, pues a más de un
torturador le fueron concedidas pensiones bastante más elevadas debido a que habrían
sufrido un supuesto “trauma de guerra”. Es el caso, por ejemplo, del ex capitán
Pedro Fernández Dittus, quien en julio de 1986 roció con bencina y prendió
fuego a los cuerpos de Rodrigo Rojas y Carmen Gloria Quintana, producto de lo cual él
perdió la vida y ella quedó con profundas cicatrices que deformaron su rostro y su
cuerpo.
Sin embargo, lo que es percibido como de la mayor gravedad por la mayoría de los
sobrevivientes de tortura, es la impunidad para los crímenes que se asegura al establecer un
secreto de 50 años para todos los antecedentes entregados.
Es, sin duda, un mérito del gobierno de Lagos haber tomado la decisión de abordar este
tema extremadamente complejo pero ineludible como sociedad. Sin embargo, como tantas veces al
tratarse de medidas destinadas a la elaboración del pasado dictatorial, quedó la
impresión de que no primó el compromiso ético de ofrecer una reparación
que respondiera efectivamente a la gravedad del daño infligido, sino el cálculo
político de presentarse ante el mundo como país ejemplar que cumple con la exigencia
de reparación contenida en los instrumentos de Naciones Unidas. No hay que olvidar que este
es un antecedente importante cuando se aspira a establecer convenios económicos con
países de la Unión Europea.
Como señala el historiador Gabriel Salazar, bajo el modelo socio-económico reinante en
Chile, el tema de los derechos humanos se resuelve con un poco de verdad, un poco de justicia, un
poco de reparación. Si queremos cambiar esta situación, es preciso crear poder
ciudadano, el que surge cuando se crea identidad colectiva. Es una tarea larga y difícil,
pero ineludible si aspiramos a una democracia sólida en que se respeten los derechos humanos
de todos.